sábado, 25 de agosto de 2012

OLVIDO


Hacía tiempo ya. 

Las montañas seguían en su sitio, pero sobre ellas habían caminado nubes y nubes, soles y soles, lunas y lunas. Aviones y aviones.
Habían caminado ya,  sobre sus huesos rotos, cientos y cientos de aparatos que él nunca jamás pudo haber imaginado.
Pero sobre todo, había dormido ya al amparo del susurro del motor de demasiados coches.
Habían pasado lustros, decenas de años ya. Cientos.
Y nadie había escuchado aun su grito, ahogado a fuego y tierra.
Grito que aun quemaba en su garganta, llamando a la puerta de su boca.
El grito de muchos. De miles de voces, que a veces decían lo mismo, y a veces, cosas muy distintas.
Entre los huesos de su calavera tronaban mil gritos que, macerados con el tiempo, se habían convertido todos en la misma cosa.
Un lacerante silencio. Un silencio ensordecedor. Ronco de olvido. Un silencio estentóreo que, de no estar su cráneo roto ya, hubiera bastado para, retumbando entre los nichos donde antaño fisgaban unos ojos, abrir las suficientes fisuras como para hacer estallar, retumbando de silencio, su cráneo ajado.

Así, a golpe de silencio, de ira fraguada de espera, y con ayuda del viento, que levanta el polvo del camino. Quiso, como semilla vieja, sacar a la luz su ajada dignidad.
Así asomó la muerte sus cejas al sol. Con su camisa mustia, antaño teñida carmesí.
Sus yemas (o al menos el lugar donde estas solían estar) empezaban a acariciar ya esos centímetros donde la tierra está caliente cuando, tarde, siempre tarde, se hizo notorio. Al fin. 

Exhumado y entre gestos de extrañeza, fue llevado a analizar.
Era llevado de aquí para allá. Y nadie escuchaba su silencio. 
Acaso ni él, entre tantas voces, entendía ya las palabras que oía. ¿Tanto tiempo había pasado?
Intuía, si acaso, qué ocurría. Pero ellos, ellos no sabían qué hacer. Qué pensar.  Qué decir. 
Se eran un misterio, tanto él para los otros, como los otros para el uno.
Se eran un misterio demasiado incómodo. Y él, sin más patria ya ni origen que el hoyo, el jodido hoyo del que había logrado escapar, fue devuelto, más hondo, allá donde sólo le acompañaba el amortiguado rugir de los coches que pasaban.

Allí se le devolvió, pues allí se pensó que pertenecía. Y era cierto. Si a algún lado pertenecía ya, era al olvido.
Y su grito se fue callando. Deshaciéndose en la tierra. Sus ansias de sol se tornaron caída.
Su voz ahogada, su silencio atronador, el nudo de su garganta, y los miles que le acompañaban, dejaron de lacerar, dejaron de incomodar, dejaron de ser.
Ya sólo pertenecía a ese suelo, y cada vez más quería hundirse en él.
Fría, húmeda y oscura tierra. Cada vez más fría, cada vez más oscura. Ni allí, ni en ningún lado, estaban ya los suyos.
Cuántos años no llevarían ya cerrados los ojos que le buscaron, las bocas que le llamaron, las manos que escarbaron, los oídos que hubieran escuchado su silencio gritar. 
Quienes amó y quienes le amaron, quienes odió y quienes le odiaron, quienes le odiaron tanto como para llenar, de madrugada, su boca de tierra, sus ojos de sangre, su cabeza de plomo.
Las risas que oyera, las ideas que defendiera, los sueños por los que muriera. Era todo olvido ya. 
Así se apagó. Y sólo así, cuando al poco tiempo, si es que acaso el tiempo podía contarse ya, volvió a escuchar esas voces que ya no hablaban su idioma, pudo entenderlas. No eran ya palabras lo que entendía, amortiguadas por fría tierra.

Era ese idioma que todos habían hablado siempre. Ese idioma que estaba, estuvo desde siempre acaso, olvidado desde casi antes de nacer. Ese idioma que sólo podían entender ya, quienes habían asumido su olvido. 
Escuchó de nuevo las voces que allí le habían llevado. Escuchó los gritos. Escuchó los pasos rápidos del miedo. Escuchó el ajetreo de la ira. Escuchó, de nuevo, cuerpos desplomarse inhertes. De nuevo. 
Y desde allí abajo supo que había sido su olvido el que los había matado. El que estaba haciendo que, de nuevo, miles de voces se llenaran de plomo y tierra sobre él. 
Escuchaba, ahora sí, el silencio atronador de gargantas ahogadas en tierra aun caliente y húmeda, sobre sus ya disueltos huesos. 
De gargantas que, de nuevo, tronaban de silencio. Estallaban de impotencia. Gritaban asfixiadas esperando que alguien las oyera. Que esta vez, no fueran olvidadas. 
Que ese maldito olvido no volviera a convertirse en muerte.
Gritos estrangulados en tierra que aun tenían algo que decir. Que aun contaban con quienes pudieran oírlos. Gritos ahorcados que exigían el sol del que habían sido privados para no tener que volver a atragantarse en gargantas mudas.

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Desde las cunetas de España son muchos aun los silencios que tronan. Ahora que aun alguien puede escucharlos. Ahora que aun hay quienes quieren, más aun, necesitan oirlos. Necesitan unir sus medias voces a ese silencio ahogado para, sin ardor en la garganta, poder dar voz al recuerdo. 
Mientras queden medias voces que completen ese silencio, tendrán sentido las palabras que nos saquen del olvido, que impidan que hoy, mañana, dentro de cinco, diez, cien años quizá, se repita el espectáculo de sangre y lodo que siempre supone una guerra.

Mientras quede una sola víctima de aquella guerra civil, será posible dar sentido a la palabra transición. Con el reloj corriendo en nuestra contra, cada vez estamos más cerca de que llegue ese día en que muera el último superviviente. En ese mismo segundo, habrá llegado el olvido. Habremos firmado el emplazamiento de ese cementerio nuclear, de esa bomba de relojería que supone el olvidar. 

Todo sistema político se considera legítimo a sí mismo, de manera axiomática. Si yo decido qué es legítimo, entonces legitimo que yo decida qué es legítimo. 
Durante más de cuatro décadas, 'los caídos por la patria' han recibido homenajes. Homenajes legitimados desde el sistema político de turno. Durante esas mismas décadas, era legítimo también continuar una sangría que no acabó con la sinrazón de la guerra, si no que se mantuvo de manera cruel y sistemática.

Hoy nos encontramos en una situación de agravio comparativo, de una democracia que parece que ha de pedir perdón por serlo. De una democracia que, atada a un interesado concepto de 'transición' no se ve legitimada, capaz, frente a un régimen que no está tan extinto como gusta hacernos creer. Una democracia que, de considerarse legítima a sí misma, debería considerar legítimas también a sus iguales. Y debería, con ello, honrar el recuerdo de quienes por su defensa cayeron.
Es un idioma más primario ya que el del honor. Es el idioma del recuerdo. Es acaso la historia la única manera de ponernos sobre aviso de errores ya cometidos.

Pero España sigue atada a una transición que no es tal. Una transición que no hace honor a este término. Una transición que no se debe a una intención de cambio. Una transición que es un fin en sí misma, y que se conforma con elogiarse a sí. Atada a una transición que ve legítimo que cientos de gritos se asfixien en sus cunetas.

 Una transición que, a fin de cuentas, no quiere dejar de serlo.

Con la llegada del 15-M y sus, a la larga poco resolutorios ideales de unidad (reclamada por encima de ideologías, partidos o banderas) y pacifismo, se abrió una grieta por la que parecía entreverse la posibilidad de un movimiento resolutorio de este problema nunca superado de las dos Españas.
Se pedía unidad, sí, era la primera vez que miles de jóvenes, de los que hemos nacido en la democracia, de quienes no conocemos las voces que gritan nuestros nombres desde las cunetas, de quienes, se nos dice, somos la generación mejor preparada que alguna vez tuvo este país, pedíamos unidad.
Pero, para qué engañarnos. Esta unidad nunca nos será concedida. Nunca lo será mientras haya tanta estatua, tanta misa el 20 de Noviembre, tanta voz alzada en el parlamento gritándonos que nos jodamos. Y a su vez, tanta voz ahogada, masticando tierra cada vez más seca.


David S.

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